El adiós de Sayonara


Pasan horas, días y semanas enteras y la imagen de Sayonara no se escapa de mi cabeza. Tampoco sus ojos achatados que regalan amor ajeno y pesar, su cuerpo sorbido por manos inclementes. Extraño su despotismo facilista y fascinante con el que vive su mundo, su mundo, su color, el foco, La Catunga, el café, las monedas, a la niña, a la mujer ¿Se ha ido la de nombre de despedida para siempre? ¿Se ha refugiado en el idílico amor del Payanés? Éste que no sólo se llevó a quien amo, sino el aliento con el que aprendimos a amar en la distancia, a soñar en horas de crudo y apasionante peligro , a compartir los objetos de nuestro amor y de locura silenciada en las arduas horas de trabajo cerca a nuestro primer amor conjunto: “nuestra flaca”.

Hoy sobrevivo en el efecto inverso del odio, porque odio al Payanés, al mismo que amo en mis recuerdos, al mismo que quisiera estrangular con mis pesadas manos de petrolero, al mismo al que el amor escogió por mí. Quisiera pagarle en monedas el derecho al amor de Sayonara, ¡si el supiera el valor de la monedas que quebrantaron mi juventud entera! Quisiera devolverle el amor que le tuve a cambio de ser el dueño del de la mujer.

Yo la devolví a su madre (porque sé que ella entendió siempre a la prostitución como su madre, tal como se lo profesó Todos los Santos cuando la convirtió en la mujer dueña de más amores despedazados de Tora). Fue esta misma madre celosa y cerrada la que me negó recuperarla para siempre, ella –la madre prostitución- siempre confundió mi manera de amarla, le hizo entender que mi pasión hacia ella no era más que arrepentimiento.

Muchos dicen que fue la vida misma la que nos prohibió estar juntos, o mejor amarnos juntos, dizque para evitar la situación incestuosa porque yo también soy hijo de la madre prostitución. A Todos los Santos siempre le repugnó la idea de que nos amáramos y su única manera de decirlo fue mediante la burla, una burla aunque protectora, fastidiosa y extenuante. No puedo olvidar el día en que me rechazaron en la casa para ser el primer hombre de Sayonara, yo había reunido el dinero suficiente, lo que no parecía suficiente entonces era yo como hombre… aquel día fueron las mismas putas las que colaboraron (sin darse cuenta)  para que mi amor creciera por Sayonara, pues a través de dinero propiciaron uno de los pocos momentos de cariño verdadero e inocente que Sayo tuvo con un hombre en aquel cine de Tora.

Esa imposibilidad de ser el hombre de Sayonara marcó mi vida, quizá fue el motivo para cambiar mi rumbo y quizá fue el hecho que detonó mi decisión de convertirme en “un verdadero hombre” con las características que brinda trabajar en la Tropical Oil, esas rigurosidades que tan sólo alcanzan para pagar por el amor en Tora: aspecto de rudeza y dinero para pagar perfumes, colonias, alcohol y largas citas sexuales.

Yo soy un intento de remediar los errores del pasado, mi nombre “Sacramento” es un signo muy sensible de quien me bautizó para apaciguar las perversidades de mis inicios como ser viviente, por ello el Mundo confunde mi amor por Sayonara con simple lástima o con mero deseo de corregir lo que le hice al llevarla a la Catunga. Convertirla en el ser más grandioso, recordado, reconocible, deseado y amado de toda Tora.

Fui yo quien supo amarla desde el primer día, quien llevó su capricho de entrar a esa vida aún cuando sabía lo que significaría, quien hizo lo imposible por remediarlo, quien le dio cariño del verdadero, quien la extrañó y la extrañará para siempre, quien la anheló en la agonía, quien no necesitó de su cuerpo para aprender a amarla, quien puede decir que la ama aunque su amor no le pertenezca…

Soy yo quien sufre al verla desaparecer por un río, de una manera tan paradójica como su propio nombre y tan inasible como el propio río, detrás de las sendas de un amor más imaginario e idealizado que verdadero, detrás de unas sendas tenebrosas de desprecio y mentiras como las del amor del Payanés… que nunca regresará.

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